El 30 de junio de 1960
el Peñarroya C. F. se proclamó
Subcampeón Nacional de Aficionados; en las pasadas fechas se conmemoró el aniversario de una de las gestas más
singulares en la historia de nuestro club .
Los que fuimos sus fieles seguidores nunca olvidaremos los buenos momentos vividos.
Yo, por suerte, estuve
allí. Y a estas alturas de mi vida aún me asaltan las buenas vibraciones que
pude sentir .
Por aquellas
calendas los rojillos se batían el cobre
con los grandes de la categoría: el Algeciras, el Iliturgi, la Balompédica
Linense, los filiales del C.B. Barcelona, del Real Madrid…; equipos que
contaban entre sus filas con jugadores de la talla de Sadurní, de Serena, del
velocísimo Rifé…
A la hora más taurina, hiciese frío o calor,
toda una anárquica procesión de incondicionales se dejaba caer por el campo de fútbol
de Casablanca, para asistir a una
nueva épica de los suyos, escrita con letra indeleble sobre el blanco pergamino
de la ilusión.
Los de menos posibilidades, ubicados en
barrera de gol ─ o
de sol, permítanme la paronomasia─;
y los más elevados, encumbrados allí, en las ramas de las casuarinas, desde
donde había que emplearse en agilidad para conseguir una de palco gratis y una
magnífica panorámica a vista de águila.
En los
prolegómenos del encuentro los altavoces lanzaban a los cuatro vientos una
canción. Era ésta una coplilla con música del maestro Alonso: “El Pasodoble de
la Banderita”, incluida en la revista Las
Corsarias. Decía así:
…Allá por
tierra africana/ Un soldadito español/ De esta manera cantaba:
Como el
vino de Jerez/ Y el vinillo de Rioja
Son los
colores que tiene/ La banderita española.
Los
que, por mor de la suerte, estuvimos allí no sabríamos decir a cuento de qué el
consabido pasodoble y por qué no la del minero, que cantaba Antonio Molina ; entonces nuestro equipo carecía de un himno o
de una simple letrilla para animar, y la única realidad es que a todos nos llegaba
hasta la médula aquel aire tan marcial, a ratos nostálgico ─ posiblemente por alusión
a las sangrías de nuestro ejército en África ─,
a ratos esperanzado, a ratos como una llamada
que solicitase de los presentes un aguerrido “¡A mí la legión!”
Cuántas veces no habré tarareado,
emocionado, la musiquilla de la bandera, que para tantos de nosotros ─ como para los
republicanos el “Himno de Riego”, o para los
franceses “La Marsellesa”─
era el himno que representaba a nuestro equipo campeón.
Aún podríamos repetir de carrerilla
aquella mítica alineación: en la portería Paquillo, más ágil y flexible que el
mismísimo Yatsín ─ al menos para quienes le
admiraban─;
en la defensa Peláez, con sus espectaculares despejes en plancha; en la delantera
Parrilla, para arrancar al público un
“¡Oh!” con sus remates de chilena y su olfato de gol; para la línea media los
inseparables Boni y Antoñín, que eran el equivalente a los Mauri –Maguregui, o
similar…
Aquellas camisolas
rojas parecían contagiar a nuestros jugadores todo el romanticismo y energía de
un desarbolado huracán. Allí el fútbol era juego, inocencia, estética, ilusión…;
nada de economía vil, ni de retórica publicitaria. Era toda una celebración ver
con qué bravura defendían los Jesuli, Noriega, Santos…; o cómo los Quesada,
Cárdenas, Parrilla, Richard y López, apretaban el cerco sobre el área rival.
Qué os podríamos
decir aquellos niños de hace más de medio siglo a los jóvenes de hoy.
Sólo que, por
suerte, estuvimos allí; que la historia es un libro que cada día se reescribe;
que en él se anota con letras de molde la importancia del tejido productivo, etc…;
pero que su verdadero espíritu es el que
nos lleva a sentir que siempre seremos parte de ese árbol añoso que es nuestro
pueblo; el que refleja la humanidad del paisanaje; el saludable afán de jugar,
en amor y arte, como lo hacía aquel club; la consciente e inaplazable alegría
de vivir.
Fdo: Joaquín Rayego
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